Mis ojos infantiles disfrutaban mirando el límpido cielo del amanecer. Sentía que se me ensanchaba el alma contemplando ese azul pastel que lucía impertérrito en las frescas mañanas de mayo.
Muy de temprano ya iba camino del colegio. Contenta, feliz, eufórica ante la visión del nuevo día que tenía todavía por delante. El tableado de mi uniforme de colegiala se balanceaba al ritmo de mis saltarines pasos. El pelo ensortijado figuraba recogido en una alta cola de caballo peinada por las manos de mi madre. La inmaculada camisa lucía prendida en el pecho por un imperdible de la mercería Hornillo, una medallita de la Virgen Milagrosa.
Una mano llevaba la maleta (libros, cuadernos de dos rallas, baulito de madera con los lápices y un vaso de aros transparentes, plegable, que se cerraba formando una cajita con la imagen de una estampa del Sagrado Corazón en la tapadera, para beber durante el recreo), y en la otra un ramo de flores recién cortadas de mi casa para ofrecer a la Virgen.
Porque el mes de Mayo es el mes de la Virgen María.
Todos los días al llegar al colegio hacíamos la ofrenda de flores en la Capilla a la Virgen Milagrosa del colegio, mientras entonábamos primero la Salve y después el “Venid y vamos todos”. Todas en fila y de una en una, íbamos depositando las flores al los pies del altar.
Mis flores eran humildes (gitanillas, geranios, flor de la china…), las propias de un patio andaluz de una casa sencilla, (otras niñas más pudientes llevaban rosas o azucenas compradas), pero yo me sentía muy feliz con mi ofrenda porque según decían las monjas, a la Virgen no le importaba el tipo de flor que se le ofreciese, sino la humildad y el cariño y la fe con el que se les ofrecía.
Y yo creía todo lo que decían las monjas al pie de la letra, porque mi cariño era muy grande y mi fe intensa.
Por eso me sentía tan feliz cuando caminaba hacia el colegio y por eso me llenaba hasta romperme el alma, del azul del cielo, porque entonces no cabía en mí un mañana sombrío, y porque también decían las monjas que la Virgen estaría siempre al lado de quién creía en ella y la amaba, para protegerle, que no había que tener ningún temor ante nada si se tenía la fe, que si se amaba a la Virgen se sería siempre feliz. Decían que la Virgen nos miraba a través de un cristal tan transparente como el aire, y por él veía el amor que le tenían las niñas.
Y yo amaba a la Virgen Milagrosa, confiaba en Ella y tenía mucha Fe.
Y era muy feliz.
Pero seguramente a las monjas se les olvidó decir que no todos los cristales de tu vida son transparentes, que hay algunos que se opacan y se ajan, y que a veces llegan a destrozar tu existencia; que tus flores no condicionan tu futuro, que tus rezos no siempre llegan a buen puerto, que tu fe, en la mayoría de los casos, no es más que una justificación a un deseo imperativo…
...y que la Virgen tal vez esté muchas veces ocupada para hacerse cargo de todo lo que a ti se refiere y no te oiga…
Seguramente se les olvidó decir todo esto.
Seguramente se les olvidó decir que llega un día en que la fe se pierde, la felicidad es inalcanzable y la Virgen deja de existir.